31 de agosto de 2011

Treinta del ocho

30 de agosto

Blanquita:

Hoy me acuerdo de vos, mucho más que siempre, mientras miro el mal tiempo que muestra el ventanal.

Seguro que hubieses venido con una caja llena de muchísimas golosinas ricas. Me parecía una tontería eso de festejar un día por ser el “santo de…”, aunque no voy a negar que era divertido y que me ponía feliz (y me empachaba) esa cantidad de dulces que me regalabas. A vos te encantaba celebrarlos, te los acordabas todos, nunca supe como hacías. Yo sencillamente no podía entender por qué le dabas tanta importancia, ahora entiendo que para vos todo era sumamente importante, tal vez es un poco tarde…

No sabes cómo andan las cosas por acá, estarías asombrada. Me encantaría escucharte pelearte con el noticiero por las cosas que pasan y contestarle contenta por otras. Te imagino y me rio. ¿Te acordás que vos siempre te quejabas de que en Chile tenían que pagar muchísimo para poder estudiar y decías lo buena que era nuestra educación gratuita? Eran un poco idealizados tus comentarios sobre nuestra educación. Estarías realmente orgullosa. ¡Tu pueblo se unió! Ahora luchan por ella. Creo que si aún estuvieras acá, irías a luchar con ellos tan entusiasmadamente como cuando me leías a la noche para que duerma.

Me di cuenta de lo mucho que extraño el olor de tu crema de manos, tus expectativas a que el “hola Susana, te estamos llamando…” sea para vos, tu sublime puré de papas, tus libros, a vos.

Te vuelvo a pedir perdón, pero ya es en vano, no te abracé fuerte la última vez que pude. Perdón.

Pronto te escribo de nuevo. Otra carta que quedará en el cajón de mi mesita de luz.

Un abrazo de oso,

como el que nos debemos.

Rosi.

16 de agosto de 2011

¿Cómo no sentirme así?

En el interior de la terminal un perro duerme. Son más de las cuatro de la mañana y cuatro personas (tres hombres y la chica que atiende el kiosco) miran una película doblada con un mal intento de español neutro. Apoyado sobre la única boletería abierta, el hombre de camisa marrón (o terracota, nunca fui buena para los colores) charla con el empleado ¿qué espera? ¿Qué estamos esperando todos acá?

Alguien llama a la boletería y el empleado le pasa el teléfono al hombre de camisa marrón, él da indicaciones de cómo llegar a la terminal a la persona que está del otro lado de la línea. ¿Por qué sabe más que el empleado? Corta y siguen charlando. No espera el micro de las cuatro porque toda la gente sube y el micro se va. Él se queda y yo también ¿Qué esperamos? Yo no tengo pasaje y el hombre de camisa marrón, tampoco. El perro duerme tranquilo, él no espera nada.

Cuatro chicos entran riendo a carcajadas y se sientan, el perro se mueve, pero sigue durmiendo. Después de un rato, los chicos se van. No esperaban ningún micro. Sólo pararon a descansar.

El hombre de camisa marrón me observa, se preguntará qué espero, yo me pregunto qué espera él. Me di cuenta de que me mira y él sabe que también lo miro. Para disimular gira y sigue charlando con el empleado, yo hago que escribo.

A las cinco menos veinte el hombre de camisa marrón se despide del empleado y se va ¿qué esperaba? ¿Qué espero yo? El perro sigue durmiendo.


P.

Maldición, va a ser un día hermoso.

Salió apurada de su casa. Se había olvidado de que su jefe le había pedido que esa mañana entre un poco más temprano. Estructurada y rutinaria, estaba acostumbrada a salir de la casa 9.32 para tomarse el colectivo que pasaba, según su reloj, entre 9.38 y 9.41. Entraba a trabajar 10.30 y llegaba siempre 5 minutos antes por las dudas. Viajaba siempre con las mismas personas, en el colectivo y luego en el subte, compañeros de bostezos que no se reconocían.

Aquel día, los compañeros eran otros, era más temprano, había más bostezos. Ella había salido tan acelerada que se había olvidado los auriculares para escuchar música en su celular. Nunca se dormía en el subte por miedo a pasarse de su estación, por eso iba con los ojos bien abiertos pero sin ver nada. Esta vez le tocó viajar parada. Estaba en frente de un muchacho que iba felizmente sentado. En su molestia por ser consciente de que los próximos veinte minutos (tenía cronometrado el tiempo del viaje) iba a estar de pie, apretada y sin música, empezó, sin darse cuenta, a observarlo con cierto desprecio que escondía una gran envidia. Estaba notablemente cómodo, iba escuchando música y parecía tan relajado que podía dormirse en cualquier momento. Él iba con ropa informal, ella con ropa impecable para su triste trabajo de oficina; él iba con sus rulos despeinados y ella con un perfecto rodete. No pudo evitar ver las arrugas de la remera amarilla del muchacho, la mugre en sus zapatillas que alguna vez fueron blancas y la mancha de café en el pañuelo que tenía en el cuello.

Sintió que la suerte no la acompañaba esa mañana. Él se bajó en la misma estación que ella. Subieron por la misma escalera pero él iba unos cuantos escalones adelantado (“yo iría igual de rápido si no tuviera estos tacos”, pensó). Iba muy concentrada en mirar de qué era la mochila que el muchacho llevaba en la espalda, una banda que de nombre le sonaba muy poco, y lo escuchó decir: “Maldición, va a ser un día hermoso”. Llegó a la calle, y bajo una gran tormenta inesperada, lo vio irse caminando despacio y tranquilo bajo la lluvia. Ella, con enojo supremo, corrió rápido al techo más cercano e intentó llegar a su oficina lo más presentable posible.


R.

Detener el tiempo

Vivimos en un mundo en el que se corre permanentemente. Vemos la hora en el clásico formato de reloj pulsera, pero también en el celular, en la computadora, en el microondas, en la televisión, en la radio, en un reloj de calle, en el subte y hasta en los colectivos, en todos lados. Contamos los minutos que tardamos en bañarnos, cuántos segundos nos lleva atarnos los cordones y cuánto tarda en calentarse el agua para tomarse unos mates (no muchos porque “¡se hace tarde!”). Hemos descubierto que si desayunamos parados tardamos menos en salir a trabajar y podemos dormir siete minutos más cada mañana. Son siete minutos fundamentales para tratar de descansar un poco más, porque no dormimos las ocho horas recomendadas o las que nuestro cuerpo necesita. Salimos de casa escuchando una radio o música en un pequeño reproductor para “aprovechar” el tiempo de viaje y que no nos parezca largo. Leemos un apunte arrugado mientras hacemos equilibrio en un colectivo repleto de gente a la que nunca le prestamos ni un mínimo de atención, con la que ni siquiera compartimos una mirada. Tenemos nuestra vida cronometrada y aún así llegamos tarde. Siempre es tarde.
En el apuro diario, en ese aceleramiento constante, no nos dimos cuenta de que la espuma del café con leche de esta mañana era una réplica perfecta de la Luna. Tampoco vimos al nene que en el colectivo vio por primera vez una mosca posada en la nariz de su madre. No nos dimos cuenta de que el día tenía un color particular, distinto al de ayer, tal vez más ámbar. Y mucho menos de que el jacarandá del vecino había dado unas flores hermosas que dejarían un colchón violáceo en la vereda.
Pretendemos que este blog sea una especie de máquina para detener el tiempo. Un instrumento mágico que nos aleje un poco del vértigo de la cotidianeidad. Porque mientras tanto el sol se muere y nosotros queremos captar y disfrutar algunas de esas mínimas imágenes maravillosas que ocurren.