16 de agosto de 2011

Maldición, va a ser un día hermoso.

Salió apurada de su casa. Se había olvidado de que su jefe le había pedido que esa mañana entre un poco más temprano. Estructurada y rutinaria, estaba acostumbrada a salir de la casa 9.32 para tomarse el colectivo que pasaba, según su reloj, entre 9.38 y 9.41. Entraba a trabajar 10.30 y llegaba siempre 5 minutos antes por las dudas. Viajaba siempre con las mismas personas, en el colectivo y luego en el subte, compañeros de bostezos que no se reconocían.

Aquel día, los compañeros eran otros, era más temprano, había más bostezos. Ella había salido tan acelerada que se había olvidado los auriculares para escuchar música en su celular. Nunca se dormía en el subte por miedo a pasarse de su estación, por eso iba con los ojos bien abiertos pero sin ver nada. Esta vez le tocó viajar parada. Estaba en frente de un muchacho que iba felizmente sentado. En su molestia por ser consciente de que los próximos veinte minutos (tenía cronometrado el tiempo del viaje) iba a estar de pie, apretada y sin música, empezó, sin darse cuenta, a observarlo con cierto desprecio que escondía una gran envidia. Estaba notablemente cómodo, iba escuchando música y parecía tan relajado que podía dormirse en cualquier momento. Él iba con ropa informal, ella con ropa impecable para su triste trabajo de oficina; él iba con sus rulos despeinados y ella con un perfecto rodete. No pudo evitar ver las arrugas de la remera amarilla del muchacho, la mugre en sus zapatillas que alguna vez fueron blancas y la mancha de café en el pañuelo que tenía en el cuello.

Sintió que la suerte no la acompañaba esa mañana. Él se bajó en la misma estación que ella. Subieron por la misma escalera pero él iba unos cuantos escalones adelantado (“yo iría igual de rápido si no tuviera estos tacos”, pensó). Iba muy concentrada en mirar de qué era la mochila que el muchacho llevaba en la espalda, una banda que de nombre le sonaba muy poco, y lo escuchó decir: “Maldición, va a ser un día hermoso”. Llegó a la calle, y bajo una gran tormenta inesperada, lo vio irse caminando despacio y tranquilo bajo la lluvia. Ella, con enojo supremo, corrió rápido al techo más cercano e intentó llegar a su oficina lo más presentable posible.


R.

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